Época: España de los Borbones
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1808

Antecedente:
El nuevo estado borbónico

(C) Roberto Fernández



Comentario

Durante los Austrias, el pacto y la fricción entre el rey y los diversos reinos tenían lugar en el acto de la celebración de Cortes. La Monarquía tenía un carácter pactista y la fórmula política esencial se basaba en el binomio Rex-Regnum. Esta constitución política era, doctrinaria y prácticamente, inaceptable para el marco político que el absolutismo precisaba imponer, pues la consideraba de facto gravemente limitadora de un poder real que requería mayor agilidad, eficacia y fuerza en el trepidante contexto del Setecientos.
Aunque en los primeros siglos de la modernidad las Cortes habían ido perdiendo paulatinamente fuerza, fue el Siglo de las Luces el que declaró su defunción al ser consideradas por los reformadores ilustrados como un vetusto vestigio de la antigüedad que no servía más que para entorpecer la suprema labor real de conseguir la felicidad y el progreso de los súbditos y la nación. Es más, para los nuevos gobernantes las Cortes representaban los intereses sociales corporativos que, si bien no debían ser eliminados, sí que tenían que pasar a un estado de subordinación en favor de las directrices soberanas.

Con este ideario de fondo, no debe extrañar que las Cortes tuvieran una lánguida vida a lo largo de todo el Setecientos. Las Cortes forales aragonesas fueron eliminadas y únicamente Navarra conservó sus prerrogativas y funciones. De hecho, las Cortes de Castilla se convirtieron en las de toda España al acudir a las mismas los antiguos integrantes de las diversas asambleas aragonesas. De las cuatro celebradas (1712, 1724, 1760 y 1789), convocadas por ciudades y no por estamentos, sólo las dos últimas tuvieron alguna trascendencia. Las reunidas en 1760, porque fueron las primeras de Carlos III y porque los diputados de la Corona de Aragón presentaron el conocido Memorial de Greuges solicitando una mayor individualización política de los viejos reinos.

Las Cortes de 1789, convocadas en pleno estallido revolucionario francés, han sido motivo de controversia sobre su importancia. Para unos autores no fue más que una reunión rutinaria, mientras que para otros el contenido de sus temas anunciaba un primer jalón de las futuras Cortes de Cádiz en 1812. Todo parece indicar, sin embargo, que acabaron resultando unas reuniones típicas del absolutismo ilustrado. Pese a poner en candelero temas de relevancia como la Ley Sálica que regulaba la sucesión a la corona, los límites del mayorazgo o la práctica de cercamientos de tierras, las interesadas reacciones de muchos procuradores, no aceptando las diversas medidas liberalizadoras impulsadas por Campomanes y Floridablanca, dejaron a la reunión sin resultados tangibles.

Tampoco la Magistratura española pudo jugar un papel de contrapeso legal frente al progresivo poder omnímodo del rey. No era una situación extraña, puesto que en Occidente la impartición de la justicia siempre había estado muy ligada a las tareas reales, siendo de hecho una regalía. En el caso del Setecientos, fueron las chancillerías y las audiencias las que continuaron llevando el peso de la justicia civil y criminal. Estos organismos estaban compuestos por un número variable de letrados, oidores para las causas civiles y alcaldes del crimen para los asuntos violentos, presididos por un gobernador o regente. Según su importancia estaban organizados en salas que tenían jurisdicción privativa sobre determinados temas o territorios y en las que actuaban como veladores de los intereses públicos los fiscales, figura que tanta importancia fue adquiriendo en la práctica judicial del siglo.

También en materia judicial pretendieron los gobernantes borbónicos conseguir uniformidad y eficacia. Las audiencias de la antigua Corona de Aragón fueron equiparadas a las de Castilla a través de los decretos de Nueva Planta. En aquellos territorios, sin embargo, menudearon los desacuerdos entre audiencias y capitanes generales, discrepancias que intentaron salvarse con la instauración de la figura del Real Acuerdo, que venía a poner obligatoriamente paz entre las divergencias institucionales. La eficacia del mismo fue relativa, pero en cualquier caso supuso su extensión a otros territorios españoles. Desde el punto de vista técnico, las mayores novedades se produjeron en tiempos de Carlos III, al quedar definitivamente consolidados los alcaldes de cuartel o del crimen que actuaban en cada distrito dentro de las ciudades con audiencia, que eran las principales del reino, aunque al parecer con poca diligencia.

Así pues, la mayoría de las audiencias y chancillerías llevaron una vida plácida y rutinaria, sin grandes variaciones orgánicas, con la presidencia política del capitán general y las responsabilidades judiciales en manos del regente. En algunas audiencias de la Corona de Aragón ocurrió también que la mayoritaria presencia de jueces y fiscales autóctonos, al lado de los que ocupaban las plazas nacionales, los convirtió en ocasiones en cuasi representantes de las clases regionales, con preferencia sobre las que tenían mayores privilegios sociales.

Desde luego, en cualquier caso, los aires de la separación de poderes continuaron ausentes. Aunque se levantaran las críticas de algunos reformadores más radicales, la concepción general fue creer que los magistrados eran el necesario apoyo judicial de un monarca incontestable precisado de ayuda en el momento de impartir la justicia. De ahí que los monarcas del Setecientos continuaran con la inveterada atribución de nombrar a los responsables de la justicia.